Zenobia Camprubí

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Zenobia Camprubí Aymar fue una mujer extraordinaria. Era bilingüe: muy joven, escribía cuentos para Vogue en inglés. Culta: tradujo, entre otros, a Rabindranath Tagore. Emprendedora: regentaba en Madrid empresas que se consideran precedentes de los modernos paradores. Activa: fue vicepresidenta del Lyceum Club, fundado por Victoria Kent. Moderna y libre, antes de que las mujeres empezaran a ser visibles, ayudadas por las leyes de la Segunda República. Una pionera. Pero, casi nadie la conoce más que como mujer de Juan Ramón Jiménez.

 

 

Resulta estremecedor leer su diario, escrito en el exilio al que se fue empujada, como tantos otros, por el golpe de estado franquista y la Guerra Civil.

 

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Escribe  para  sobreponerse al miedo, y el diario se convierte para ella en un medio de supervivencia. La mujer debe tener un oficio propio, decía. El suyo era, cuando lo había perdido todo, sobrevivir al exilio pero también y, sobre todo, a su neurótico marido. Necesitaba sostenerse para sostenerlo. Renunció a su vida, aun con dudas: “No tiene sentido que me sacrifique en balde por el egoísmo de él. Llorar le quita a una todas las energías”.

 

 

Muchos días se pregunta: “¿Qué sentido tiene permitirle acabar con mi existencia?”.

 

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Juan Ramón la separa de su familia, de su ansia de viajar a los Estados Unidos: “Típico de él cuando lo mueve el ánimo, no pensar nunca en mi determinación y en su promesa de pasar un mes en los Estados Unidos, lo que he anhelado por 21 años”. Incluso la hace renunciar al aire libre, porque él tenía pavor hipocondríaco a las corrientes de aire: “Abrir las ventanas es una maravillosa experiencia de la que debo privarme cuando él está, porque le tiene miedo a las corrientes de aire. ¡Qué gusto dormir tres noches con la ventana abierta!”.

 

 

Hay momentos en los que ve claro el error de haberse casado y escribe cuando, en una escapada, recupera parte de su libertad y de sus ilusiones: “Él deseaba ser un monje del XVI y sólo una ocurrencia tardía le hizo atraerme a su compañía”. Siempre pensó que la mujer se bastaba a sí misma, sin ver en el matrimonio un medio de vida. De ahí sus muchas dudas antes de dar el paso. Tenía fe en el avance de las mujeres a través del estudio, la lucha y el trabajo.

 

 

Ordenó y mecanografió meticulosamente la obra de Juan Ramón. Sin ella, la mayoría habría sido destruida por el poeta, llevado por su afán de perfección. Y lo hizo, a pesar de sus rabietas: “Ayer me dictó uno de los poemas más bellos que jamás haya escrito. Hoy lo cambió de su forma universal a un bello poema sobre España. Le pedí que no tirara la primera versión. Pero dudo que la haya guardado. Así es de arisco”.

 

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Zenobia fue reconocida y contratada por la universidad de Maryland, en 1944, junto a su marido. Él sufre recurrentes y graves depresiones, y ella debe atenderlo descuidando su propia salud. Viven en Riverdale, donde compran una casa. Zenobia es la que se ocupa de todo. Él nunca aprendió inglés. Se negaba.

 

 

Esa universidad, además, es la que solicita el Nobel para Juan Ramón por iniciativa de Graciela Palau de Nemes, gran amiga de Zenobia. Del papeleo también se ocupa Zenobia, que ya está muy enferma y a punto de morir. Quiere dejar listo el manuscrito de la biografía de Juan Ramón y su tercera antología. En un mundo más justo, los dos nombres debían aparecer en el fachada del edificioJuan Ramón Jiménez de ese campus. Estoy convencida de que la obra del Nobel no estaría sin ella.

 

 

Así lo reconoció el poeta, al recibir el Nobel: “Mi esposa Zenobia es la verdadera ganadora de este premio. Su compañía, su ayuda, su inspiración de 40 años, han hecho posible mi trabajo. Hoy me encuentro sin ella desolado y sin fuerzas”.

 

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Vivió con un coraje y una valentía envidiables. Cuando enfermó de cáncer, viajó sola para operarse. Su marido no lo hubiera soportado. Sufrió tres recaídas. Ni eso, ni los tratamientos agresivos la apartaron de su trabajo:“Eso de bueno tiene el cáncer, decía,  que da algún tiempo para trabajar”. Su generosidad y tesón le hicieron retrasar su propia muerte hasta saber que a él le habían concedido el Nobel. Recibió la noticia y, dos días después, se dejó morir.

 

 

Tras su muerte, dicen que Juan Ramón se pasaba las horas encerrado oyendo la voz grabada de su mujer. Quizá debió pensar un poco más en ella mientras vivía.

 

 

El diario de Zenobia se ha calificado de monumento al amor. Pero más bien es un monumento al sacrificio y a la abnegación, en el sentido etimológico de la palabra: negación de uno mismo. Su diario es la isla espiritual de un alma al descubierto. El ancla de una mujer valiente y generosa para resistir la tempestad del  exilio y la injusticia de sentirse anulada y a la sombra de un genio enfermizo.

 

 

Recordarla en los días previos al 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, es un homenaje a tantas mujeres que han anulado sus vidas en aras del “gran hombre” que las hacía invisibles. Y también,reparar una injusticia.

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