Es de justicia y muy necesario, en tiempos de manipulación histórica, aclarar el papel de la mujer en primera línea de guerra, tras el golpe de estado de Franco en 1936.
Desde los primeros días de guerra se promovió una campaña en pro del alistamiento femenino. Ellas, las mujeres republicanas, comprendieron muy pronto que la victoria franquista supondría la perdida de lo recientemente conseguido y largamente deseado. Y accedieron a movilizarse, pese a sus convicciones pacifistas. Era una situación excepcional.
Los muros se llenaron de carteles llamando a la lucha. Debían vencer para no perder las batallas ganadas recientemente.
Comenzaron las mujeres libertarias, seguidas de socialistas y comunistas que fueron las más reticentes porque no veían con buenos ojos la incorporación de la mujer a la lucha armada. Se organizaron en milicias populares y en plena igualdad. En palabras de la miliciana Fifí a Jesús Morales:
Sabíamos lo que nos jugábamos si perdíamos la guerra. Dormíamos y comíamos en el fango, como cualquier hombre. En las trincheras comíamos y vivíamos en el fango, como cualquier hombre. […] No había miramientos de ningún tipo.
Una de las primeras víctimas sería Jacinta Pérez Álvarez. Cayó tras una lucha de cinco días. Con una bala en la cabeza seguía animando a sus compañeros:
Avanzad, seguid, adelante, es solo un mareo, yo os sigo enseguida.
La miliciana Rosario Sánchez Mora, la Dinamitera, tenía dieciséis años cuando se incorpora al frente de Somosierra. Un cartucho de dinamita le arrancó la mano derecha.
Miguel Hernández la inmortalizó en un poema:
Bien conoció el enemigo
la mano de esta doncella
que hoy no es mano porque de ella
que ni un solo dedo agita
se prendó la dinamita
y la convirtió en estrella.
La mano que Rosario perdió fue enterrada en el cementerio de La Cabrera al día siguiente del accidente. «Las amputaciones se enterraban, probablemente en una fosa común», explica Jesús Martín.
Otras mujeres fueron Milicianas de la Cultura y crearon los hospitales-escuela para culturizar a los soldados durante su convalecencia.
El soldado aprendía a dialogar y a discutir en una asamblea abierta, en mesa redonda. En esas clases, en horas que nada molestaban al soldado, se trataban temas vivos que ayudaban al buen funcionamiento del régimen interno del centro.
Entre ellas destaca Enriqueta Otero. Dirigió el hospital de Carabanchel, abandonado por las monjas que lo asistían. Su gran capacidad de organización consiguió el milagro de que funcionara y que los hombres aceptaran estar mandados por una mujer. Llegó a ser Comandante en las Milicias de la Cultura, cuyo distintivo era un libro abierto.
Enriqueta Otero conocería casi todas las cárceles del franquismo. En febrero de 1946 una paliza de los torturadores la dejó tan destrozada que tuvieron que enyesarla hasta el cuello. Tras dieciséis años de cárcel, esta maestra republicana, pese a su mala salud, se construyó una casa y un pozo de agua con sus propias manos en su Galicia natal. Y recorrió sus aldeas en misión cultural, al volante de su roulotte.
Hasta en el escenario extremo de la guerra, se mantiene el interés por la educación y la cultura.
Las milicianas alfabetizaban en la misma línea de fuego.
María Teresa León fue, con Margarita Nelken -en su tarea de reportera- y Pasionaria, una de las mujeres más comprometidas y populares de nuestra guerra.
Embutida en su mono de miliciana, recorrió los frentes recitando, declamando, dirigiendo teatro, dando mítines.
Pero, en términos globales, fueron pocas las que se incorporaron a la lucha armada y muchas organizaciones de mujeres lo desaconsejaban.
Fue el franquismo quien amplificó el mito de las milicianas y le dio un cariz casi diabólico para contraponer a la mujer libre republicana con su modelo patriarcal de esposa y madre, como explica Enrique González Duro en su libro, Las rapadas. El franquismo contra la mujer.
Y como muestra de ello, las palabras de Edgar Neville y su cruel capacidad para sembrar el odio y el clasismo en un artículo deleznable.
En él, escamotea el lado humano de Margarita Nelken -por la que parecía sentir una fijación especial- y de las activistas republicanas y usa la mentira y la difamación como armas, acusándolas de criminales:
Las arpías de los barrios se unieron a las rondas de la muerte y comenzaron a caer finas mujeres de la burguesía, blancas y espigadas madrileñas, en plena juventud. Aquello se convertía en la venganza, en suspenso durante siglos, de la fea contra la guapa. […] Eran las feas en celo, las contrahechas en rebelión, supurando odio y envidia, vengando en aquellas víctimas un daño del que eran inocentes, vengando el desaire perpetuo de los hombres hacia ellas. […] Había mujeres más feas y de peor figura, pero salvadas por la gracia. En ella era todo repulsión.
Un precedente insigne de la hoy llamada “posverdad”. Cuando debería llamarse mentira.
Se publicó en la revista Y, una publicación fascista de la Sección Femenina de Falange Española Tradicionalista y de las JONS, que llevaba como subtítulo de cabecera “Revista de la mujer nacional sindicalista. Revista para la mujer”.
Lo que refleja dos modelos de mujer en el imaginario fascista. Uno, el promovido por el franquismo: mujeres obedientes y sumisas: y otro, el del “rojerío”: mujeres ‘hamponas’, violentas y lascivas.
También Vallejo Nájera, llamado el Mengele de Franco, hasta les negó a las republicanas el nombre de mujer.
Hablaba siempre de “hembras marxistas” para animalizarlas. Se trataba de demonizar el modelo republicano femenino, incluso atribuyéndole desordenes psíquicos.
En octubre de 1936, Largo Caballero pidió la retirada de mujeres del frente porque no representaban el ideal de mujer republicana.
Lo más importante era la resistencia civil en retaguardia.
Ellas debían seguir en la brecha cuando el padre, hermano o pareja caían o eran encarcelados. La Guerra Civil las obligó a un compromiso cívico inaudito. El 80% de los servicios de retaguardia los llevaron ellas.
La lucha antifascista dinamizó aún más la actitud colectiva y la participación pública de la mujer republicana.
Incluso las educadas en el papel tradicional, debieron comprometerse con una labor sobrevenida y que llevaron adelante sin problemas.
Aran los campos, conducen tranvías, dirigen centros sanitarios y escuelas y forman parte de los consejos obreros de fábricas y cooperativas.
No en vano la mujer había tenido una escuela de asociacionismo durante casi un siglo.
Nada es casual. Era la oleada más vital y comprometida que la mujer había vivido en toda su historia.
Y estuvo más que a la altura.
Lo que vino tras la victoria franquista no puede expresarse con palabras, pues los comprensibles silencios siguen ocultando aún gran parte del horror.
Ser mujer y roja suponía la destrucción total, la deshumanización, humillación y despojo de bienes y derechos y la reducción a fantasmas vapuleados por un poder misógino que las odiaba.
Su pecado había sido salir del recinto del hogar y pedir libertad y derechos. Saltar el muro del patriarcado.
Para todas ellas la derrota fue el final lacerante de una etapa de entusiasmo, una herida no cerrada que arrastrarán en su vida posterior de exiladas unas, de silenciadas otras.
El corte de pelo al rape, la ingesta de aceite de ricino para avergonzarlas en paseos públicos con banda de música incluida, suponen el interés malévolo del franquismo por exhibir la caricatura de lo que consideraban una “deformidad” producto de la República: la libertad de la mujer.
Como explica González Duro en libro ya citado, Las Rapadas: “Las milicianas encarnaron el modelo contrario al que el régimen quería implantar”.
Así, la represión contra las mujeres republicanas “buscaba enviar un mensaje de presión a toda la sociedad de cuál debía ser el modelo de conducta femenino”, uno que las colocase en el espacio privado que “les era propio”: el de esposas y madres.
Era algo más que un abuso institucionalizado y sistemático ejercido sobre las mujeres. Fue un furibundo ataque al modelo de mujer libre, moderna e independiente.
El gran paso que dio la II República, al conceder carta de ciudadanía a las mujeres y colocarlas en un plano de igualdad, fue laminado y sepultado por la represión franquista. El nacional catolicismo y la Sección Femenina se ocuparon de adoctrinar a generaciones de mujeres que crecieron huérfanas de referencias.
Ahora hay que devolver a la mujer el derecho a ser sujeto de la historia, a tener su propia voz. Una tarea que incumbe a todos, hombres y mujeres. Porque en esa tarea se juega un principio democrático fundamental: la igualdad.