Si pensaste al morir que ibas a ser bien recordada, no te equivocaste, Marga. Acaso te recordaremos pocos, pero nuestro recuerdo te será fiel y firme. No te olvidaremos, no te olvidaré nunca.
La joven a la que dedicaba estas palabras, en 1932, el poeta Juan Ramón Jiménez tenía 24 años y había decidido irse del mundo. Se disparó un tiro en la sien. Se llamaba Marga Gil Roësset y nació en 1908, en Madrid. Los médicos no daban nada por su vida al nacer, pero su madre decidió que viviría. Se pasó meses con ella en brazos, como queriéndole insuflar vida. Y no solo le alargó la existencia, sino que también le inculcó la pasión por las artes. Por todas las artes.
Los padres de Marga eran personas acomodadas y cultas; el padre, Julián Gil Clemente, era militar, general de ingenieros; la madre, Margot Roësset Mosquera, descendía, por el lado paterno, de un ingeniero francés que llegó a España con su hermano en la primera mitad del siglo XIX para construir instalaciones ferroviarias y por el lado materno, de gallegos ilustres. El matrimonio Gil Roësset tuvo cuatro hijos Consuelo, la mayor, seguida por Marga, y dos varones.
Marga fue una artista precoz que desde muy corta edad ilustraba los cuentos de su hermana. Sus ilustraciones parecen más grabados que dibujos, pero grabados de la talla de Doré. Y sus figuras vanguardistas y fantasmales muestran una genialidad impropia de su edad. Aprendió en casa y siempre fue autodidacta, siguiendo las indicaciones de su culta madre. Hablaba francés, inglés y alemán, y practicaba deportes, en un país y una época en las mujeres no estudiaban y apenas salían de casa.
Su hermana publicó en 1933, tras la muerte de Marga, un libro de canciones que Marga también había ilustrado y que se considera precedente de las ilustraciones de “El principito” de Saint-Exupéry.
Marga cambia, crece, evoluciona, incansable y veloz. En poco menos de la mitad de su corta vida, Marga Gil pasa del papel, la acuarela y la tinta a la escayola y el granito y también del modernismo a la vanguardia. Cuando Marga tenía 15 años abandonó el dibujo y pasó a la escultura y sorprende a todos por su madurez ya en sus primeras obras. Su madre la llevó al escultor Victorio Macho para que la enseñara, pero él se negó porque no quería estropear el talento innato y la genialidad de Marga.
Ella misma declara que su trabajo escultórico refleja ideas y no personas y explica que intenta siempre esculpir “de dentro afuera”, sus figuras “llevan el esfuerzo de querer manifestar su interior”.
Ya es una artista consagrada con apenas 20 años, y su carrera es prometedora. La niña prodigio es conocida a nivel internacional y respetada por todos. En 1930, con 22 años, Marga presentó una de sus esculturas en la Exposición Nacional de Bellas Artes. Se titulaba “Adán y Eva”, y los críticos se quedaron asombrados por la potencia y la originalidad de la obra.
José Francés, el crítico de arte que celebró la obra de Marga, dijo que esculpía despiadadamente consigo misma y con el modelo, habló de sus deformaciones voluntarias, del vaho denso de humanidad atormentada que se respiraba en las esculturas. La grandeza de la obra de Marga que se conserva se debe al haber captado en ella el espíritu atormentado del siglo XX, según Graciela Palau. El escultor Juan de Ábalos la había conocido porque trabajaron en el mismo cantero y la define como «la única mujer que esculpía la piedra en España, en talla directa, con una fiereza como de iluminada». Marga, tan hermosa como fuerte, trabajaba con una sonrisa maravillosa y una intensidad inmensa.
Por esos años conoce a Juan Ramón y a Zenobia Camprubí, a la que admiraba desde pequeña por sus traducciones de R. Tagore. El matrimonio la presenta a la élite intelectual, y se inicia entre ellos y la artista una sólida amistad personal.
Marga era una persona frágil, obsesionada con la belleza y solitaria. Juan Ramón fue para ella un descubrimiento deslumbrante que la hizo enamorarse perdidamente de él. El poeta tenía 51 años y estaba casado con una mujer a la que la joven admiraba y respetaba. Era un amor prohibido e irracional, como Marga escribe en su diario: «… Qué sé yo por qué te quiero tanto … vamos … sí sé … comprendo muy bien que se quiera así … pero … querría no quererte tanto … aunque mi única razón de ser … es esa… y también mi única razón de no ser … … En amor … no cabe una intervención razonada… quieres o no quieres».
Ese amor imposible desencadenó su suicidio. Así se contó en la prensa según Graciela Palau: “Las primeras noticias del suicidio de Marga Gil Roësset, señorita de veinticuatro años de la buena sociedad de Madrid, pintora y escultora genial, autodidacta, se dieron en seis diarios de Madrid del viernes 29 y sábado 30 de julio de 1932. Llevaban títulos parecidos, «Suicidio de una señorita de Las Rozas» y casi los mismos parcos datos: que el suicidio ocurrió el jueves 28 de julio a las seis de la tarde en un hotelito deshabitado de Las Rozas, sitio cercano a Madrid, a donde llegó en un taxi, pidió las llaves a la guardesa, entró en una habitación y se pegó un tiro en la cabeza”.
Juan Ramón Jiménez le contó a Juan Guerrero que la noche del suicidio, cuando a las nueve Marga no había regresado a su casa, los padres les avisaron a él y a Zenobia. Salieron en su busca y, al enterarse de la tragedia por unas primas de Marga, fueron a Las Rozas. La encontraron en una clínica del lugar a donde la habían llevado sin conocimiento. Zenobia corrió a buscar a otros médicos y Juan Ramón se quedó al lado de Marga hasta que murió.
Su muerte afectó profundamente al poeta, porque justo antes del suicidio la joven había ido a casa de Juan Ramón y le había entregado una carpeta amarilla diciéndole “No lo leas ahora”. Y él no lo hizo porque pensó que eran poemas. Cuando lo leyó y descubrió que era otra cosa, ya era tarde. Aquellas fueron las últimas palabras que Marga Gil Roësset dirigió al poeta y al mundo.
La carpeta guardaba la revelación de su amor imposible por él. Amor que la llevaba a una decisión fatal. Marga salió del despacho del escritor, fue a su taller, en el que había trabajado en los últimos meses, y destruyó todas sus esculturas, excepto un busto de Zenobia Camprubí, la esposa de su amado. Su mejor obra. Luego fue a encontrarse con la muerte. “Juan Ramón no calibró, no vio que Marga era distinta: era un genio, era pasión, y se le fue de las manos su paternal y coqueta tutela. Marga no admitió que le impusieran su forma de relacionarse con el poeta, como nadie le había impuesto su forma de dibujar o esculpir”, escribe Ana Serrano.
Aquellas páginas no se conocieron hasta 1997, cuando Blanca Berasátegui publicó, en el ABC Cultural, facsímiles de algunas de ellas, en un reportaje titulado «Historia de Marga». Están escritas a mano, con letra grande, a lápiz, algunas indescifrables, llenas de puntos suspensivos, de frases inacabadas».
En el manuscrito la joven mezclaba amor, vergüenza, culpa y dolor a partes iguales. Así se disculpa con Zenobia: “Zenobita… vas a perdonarme… ¡Me he enamorado de Juan Ramón! Y aunque querer… y enamorarse es algo que te ocurre porque sí, sin tener tú la culpa… a mí al menos, pues así me ha pasado…”.
El suicidio de “la niña”, como llamaban a Marga, afectó mucho a JRJ y a Zenobia. “Los dos quedaron muy abatidos, y él no quiso escribir durante un tiempo. Nunca la olvidaron”. Ese amor, desconocido por el poeta, era parte de su vida. Tras la muerte de Marga, mandó hacer un aparador de roble sobre el que puso el busto de Zenobia esculpido por “la niña”. La cara del amor de su vida, cincelada por la mujer que no soportó vivir sin él. Y, en su comedor de Maryland, en el exilio, un retrato de Marga presidía el comedor de la pareja.
El diario de Marga fue robado en el expolio de la casa del poeta, tras salir de España a causa de la Guerra Civil, y siempre fue un motivo de preocupación para JRJ. No sabía en qué manos podría caer.
Marga Gil era una joven “apasionada y sana, insegura y heroica”, en palabras de Zenobia. La joven le confesó que detestaba todo lo que hacía y al terminarlo lo despedazaba a martillazos. A Juan Ramón le pareció que el talento de Marga estaba oculto por la influencia de los padres y que tenían que ayudarla.
Marga Gil solo vivió 24 años, pero dejó una huella imborrable en quienes la trataron y una obra inmensa para tan corta vida. Tres escritos que, junto al diario y las dieciséis esculturas originales se salvaron de la destrucción. Además, otras diez esculturas que son réplicas, y unos cien dibujos constituyen el legado de una mujer genial que asombró al mundo del arte. Una mujer que hasta hace poco agonizaba en un injusto olvido.
Su sobrina, la escritora y fotógrafa Marga Clark ha recuperado su figura y ha roto el silencio familiar devolviendo a su tía toda la justa memoria que merecía una mujer como ella. “Amarga luz” es una obra de ficción, la versión novelada de unos hechos reales que la autora utiliza como fuente de inspiración. En el libro la rescata de la sombra y le da vida en el recuerdo:
La muerte no es el morir sino el ser olvidado […] Reconocí tu nombre, Marga, y surgiste de lo oscuro para acompañarme en mi dolor. Te liberé de la herrumbre del cerrojo para descubrir tu enigma, y dar forma a tu memoria. En la vida, fuiste víctima y verdugo, mártir de tu corazón y suicida de tu amor. En la muerte eres ensueño, arte, magia e inspiración. (Págs. 290-91)