Las pioneras republicanas de la cultura (I)

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De los salones de la Residencia de Señoritas –de la que ya hemos hablado- salió también el Lyceum Club Femenino. Ajeno a toda tendencia política o religiosa, trataba de fomentar en la mujer el espíritu colectivo, en línea con otros liceos europeos. Y fue también un espacio singular de exhibición de artistas plásticas.

 

Allí confluían las grandes figuras intelectuales femeninas y las “maridas de sus maridos”, como llamaba Concha Méndez a las mujeres a la sombra de hombres de la política o de la literatura.

 

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Así definía María Lejárraga el Lyceum, la “habitación propia” que Virginia Woolf consideraba imprescindible para la liberación femenina, junto con la independencia económica. Y lo hacía en el artículo “Clubs de mujeres”, publicado en Blanco y Negro, en febrero de 1915 y firmado, paradójicamente, por su todavía marido, Martínez Sierra:

Un rincón con un poco de lumbre, silencio y muchos libros, donde las mujeres pudieran aprender por su cuenta algo de lo mucho que ni la familia ni el Estado se han preocupado de enseñarles. Un hogar del espíritu desde donde poder salir en grupo para escuchar una conferencia o asistir a una clase nocturna, que hablen de cosas muy distintas de vuestra obligación diaria, o para pasear simplemente a la luz de la luna.

 

Su vicepresidenta fue Isabel Oyarzábal, y Zenobia Camproubí, su secretaria. No tuvo ninguna ayuda oficial y organizó ciclos de conferencias de figuras de nivel internacional abiertas al público. Lorca, Alberti o Unamuno pasaron por sus salones. Como relata Carmen Baroja en Recuerdos de una mujer de la generación del 98, sus memorias: “No hubo intelectual o artista que no diera allí una conferencia. Menos Jacinto Benavente que dijo que no quería hablar a tontas y a locas”.

 

Las fundadoras del Lyceum eran burguesas liberales, preocupadas por la justicia social. Mujeres, magníficamente retratadas por la periodista Inmaculada de la Fuente, en su libro Las republicanas “burguesas”. Burguesas, en el sentido de profesionales ilustradas de clase media, de ideas progresistas e igualitarias. Las llamadas despectivamente “damas rojas” tampoco se libraron del machismo de la época. Así describe Cansinos Assens en sus memorias a Isabel Oyarzábal:

 

Una gran mujer pese a su actitud feminista. Es una mujer seria, sin coquetería. Una intelectual. De falda corta y piernas estupendas, involuntariamente excitantes y que cruza con toda naturalidad.

La campaña furibunda contra el Lyceum vino, como siempre, de la Iglesia católica que no lograba controlarlo. Así escribía un clérigo, bajo el pseudónimo de Lorven, en Iris de Paz, “Órgano Oficial de la Archicofradía del Inmaculado Corazón de María”, en junio de 1927:

 

Las socias son mujeres sin virtud ni piedad. Es una verdadera calamidad para el hogar, y el enemigo natural de la familia. Los hijos de estas señoras son muy desgraciados por tener madres “liceómanas”. La sociedad haría muy bien recluyéndolas como locas y criminales. El ambiente moral de la calle y de la familia ganaría mucho con la hospitalización o el confinamiento de esas féminas excéntricas y desequilibradas.

 

Tachar a las mujeres libres de “excéntricas y desequilibradas” no era nuevo.

 

Leonora Carrigton estuvo, recluida por su familia, en un psiquiátrico durante años. Y la artista Ángeles Santos fue encerrada por sus padres, como veremos más adelante.

 

Las peligrosas liceómanas, por ejemplo, sólo querían dar cursos de Biblioteconomía gratis para que las mujeres pudieran ser autónomas y trabajar.

 

En torno a la Residencia y el Lyceum se agrupa una generación de mujeres que, tristemente, han sido relegadas por la mentalidad patriarcal a meras sombras de sus maridos. Cuando no han sido condenadas al olvido más cruel por el pecado de ser republicanas.

 

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Como María Goyri. Aquella joven que, como dijimos, deslumbró a Pardo Bazán en el II Congreso Pedagógico por su defensa de la coeducación. Desde muy pronto trabajó para la Institución Libre de Enseñanza en el Protectorado del Niño Delincuente, que seguía los pasos de Concepción Arenal.

 

María Goyri, universitaria pionera antes de la ley de 1910, asistió a clase acompañada por su padre y, tras licenciarse, ya tenía columna propia en revistas. “Hay que convencer a las mujeres de que el trabajo siempre dignifica. Deben aportar su valiosa colaboración a la sociedad”, decía.

 

[Img #29985]Pero su labor fundamental de investigadora filológica quedó oscurecida por la sombra de su marido, Ramón Menéndez Pidal.

La generosidad y entega de María Goyri fueron excepcionales. Sin sus investigaciones, nunca su marido habría acabado su gran obra, y así lo reconocen hispanistas que convivieron con ellos.

 

Las novedosas investigaciones de María Goyri sobre Lope de Vega nunca se han publicado.

 

A pesar de ser ella el alma de estudios comunes, organizadora de la biblioteca familiar, trabajadora de campo incansable, las grandes publicaciones, donde todos los filólogos hemos estudiado el Romancero, están firmadas por su marido. Y sólo él fue académico.

 

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