El 7 de octubre de este año se cumple el 450 aniversario de la batalla de Lepanto, que detuvo momentáneamente el avance de los turcos por el Mediterráneo tras la invasión de Chipre (base estratégica de Venecia en su comercio con Oriente) y palió la amenaza sobre Malta, cuyo gobierno había cedido Carlos I en 1530 a los caballeros de la Orden del Hospital de San Juan de Jerusalén (los sanjuanistas de Real de Gandia)
a cambio del simbólico pago anual de un halcón.
Pío V reaccionó apelando una vez más a la cruzada para formar una Liga Santa que frenara la ofensiva de la Media Luna. El llamamiento papal fue desoído por las potencias continentales Austria y Francia, así como Inglaterra (más interesada en el Atlántico que en el Mediterráneo), de modo que solo fue secundado por la España de Felipe II (a quien -contra lo que suele decirse- la hegemonía política le preocupaba bastante más que la defensa de la fe) y Venecia (que veía amenazado su próspero comercio con Oriente) aparte, claro, los propios Estados Pontificios.
El 7 de octubre de 1671 se enfrentaron en Lepanto (que es como lo venecianos denominaron a Naupactus, en el golfo de Patrás) la escuadra mandada por el inexperto Alí Pachá y la del no mucho más experimentado marino Don Juan de Austria (hijo natural de Carlos I), auxiliado por Marco Antonio Colonna al mando de las galeras pontificias y por Sebastiano Venier o Veniero como comandante en jefe de la flota veneciana.
Aquel 7 de octubre Borja se hallaba en Madrid, a dos mil kilómetros de distancia, porque el mismo día que se capituló la Liga Santa Pío V envió a su sobrino-nieto Michele Bonelli (cardenal Alejandrino) a España y Portugal para fortalecer esa alianza, entre otros altos cometidos, y ordenó a Francisco de Borja que lo acompañara, pese al delicado estado de salud del Prepósito General de la Compañía de Jesús.
De hecho, el P. Francisco fallecería al final de aquel viaje, que fue durísimo para él no sólo física sino también emocionalmente. El 7 de octubre el P. Francisco acababa de llegar a la corte procedente de Valencia, donde el 16 de septiembre anterior, domingo, predicó un famoso sermón en la catedral a instancia del arzobispo Juan de Ribera. Durante el camino a Madrid se desvió once kilómetros para visitar el noviciado de Villarejo de Fuentes (Cuenca) que él mismo había fundado. La anécdota corrobora, una vez más, que el rasgo más destacado de la personalidad de Borja era su radical sentido de la responsabilidad.
Francisco de Borja no estuvo, pues, físicamente en Lepanto, pero tuvo una destacada intervención en «la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros», según la conocida hipérbole de Cervantes. Durante su tiempo de cortesano, Borja había sido miembro destacado de la facción ebolista, encabezada por el príncipe de Éboli Rui Gómez de Silva, duque de Pastrana (al que en la corte apodaban “Rey Gómez” por su poder), rival de la “albista”, del duque de Alba.
Y llegado el momento de nombrar a los comandantes que debían frenar la flota turca su intervención fue decisiva para que Pío V confiara a Marco Antonio Colonna el mando de la armada pontificia, frente a otros candidatos tan prestigiosos como Octavio Farnesio, el duque de Urbino o Vespasiano Gonzaga (quien poco después, en 1575,
sería nombrado virrey de Valencia).
Marco Antonio Colonna era hijo de Juana de Aragón y Ascanio Colonna, hombre rudo y muy violento, del que se separó en 1536, apenas un año después del nacimiento de su hijo Marco Antonio. Llegado el momento, Ascanio favorecería la instalación de los jesuitas en Roma y, por tanto, no es de extrañar que el propio Ignacio de Loyola intermediase en la reconciliación del matrimonio. Pero estos intentos resultaron infructuosos y favorecieron el ascenso de Marco Antonio al frente de la familia. Él mismo cumplió la orden de encarcelar a su padre en el Castelnuovo de Nápoles (1554), después de que Ascanio hubiera abandonado la tradicional política gibelina de los Colonna de apoyo al imperio (frente al güelfismo -apoyo al papado- de los Orsini, sus rivales de siempre) y cuando Carlos I ya había abdicado en su hijo Felipe II, lo que trasladaba también a este conflicto la rivalidad entre “albistas” y “ebolistas” en la corte española.
Marco Antonio Colonna no sólo prosiguió la política paterna de apoyo a la flamante Compañía de Jesús, sino que estrechó aún más los lazos familiares con los jesuitas, a quienes encomendó la reforma religiosa de sus estados, comenzando por Paliano, el epicentro de los mismos. Su madre, la duquesa doña Juana de Aragón fundó
y dotó de renta perpetua la iglesia y noviciado jesuita de Sant’Andrea al Quirinale, cuyo templo actual (obra de Bernini, por encargo de Inocencio X para la Compañía de Jesús) es una pequeña joya arquitectónica y me atrevo a decir que una de las iglesias romanas más bellas (que no es poco aventurarse).
Borja fue, en fin, confesor de la duquesa y protector de su hijo. Y todo esto lo hemos querido recordar aquí hoy, aniversario de la batalla de Lepanto, como una muestra más del prestigio, la fama y la influencia de nuestro paisano en los acontecimientos más destacados de su tiempo, desde la batalla contra los turcos a la aplicación de los acuerdos de Trento, pasando por la evangelización de Nueva España y la tarea docente de la Compañía de Jesús, que comenzó precisamente en Gandia con la primera universidad del mundo que tuvo la Compañía de Jesús y que fue fundada por él.
Francisco de Borja murió como Prepósito General de la Compañía de Jesús, pero todo el mundo sabía que antes había sido duque de Gandia. Así es como él se dio a conocer al mundo y como hizo universal el topónimo de su ciudad natal.
SANTIAGO LA PARRA LÓPEZ
Escola Politècnica Superior de Gandia-UPV