Hoy, a esta misma hora, se cumple un año de la DANA más devastadora en la historia de la Comunidad Valenciana.
Más de 220 personas perdieron la vida.
Cientos de familias lo perdieron todo.
Y una tierra entera descubrió lo que significa estar sola mientras el agua lo arrasa todo.
Ese día,
el miedo también corría por las calles,
sin saber nadar.
Las manos se hicieron puentes,
los vecinos se volvieron héroes,
y el agua…
el agua se llevó todo menos la dignidad.
No era la lluvia
lo que dolía.
Era la soledad.
Cuando la tierra se abrió en cicatrices,
quienes debían estar,
no estaban.
Pero quienes no tenían nada,
lo dieron todo.
Porque el barro no tapa la verdad.
Solo la mancha.
Y mientras el miedo ahogaba,
el máximo representante de esta tierra brillaba por su ausencia.
Horas comiendo, horas lejos, horas sin asumir lo que la ley le exigía:
ser responsable de la seguridad de los suyos.
Un año después seguimos sin una explicación coherente.
Porque, aunque versiones no han faltado, todas han tenido algo en común:
ninguna ha sido verdad.
Cada mes, una historia diferente.
Cada entrevista, una culpa nueva… excepto la que debería asumirse.
Esto no va de ideologías.
Va de responsabilidad.
De ética.
De humanidad.
Mientras tanto, los pueblos más afectados siguen esperando ayudas que nunca llegaron.
Las promesas de reconstrucción se diluyeron entre trámites, cámaras y titulares.
Y las víctimas sienten que su dolor fue convertido en marketing político.
La DANA fue una tragedia natural.
Lo que vino después, una vergüenza institucional.
Hoy no escribo para recordar la lluvia.
Escribo para que no olvidemos la ausencia.
La falta de respeto.
La falta de humanidad.
La cobardía de quienes tenían que estar… y no estuvieron.
Porque los héroes de aquel día no llevaban traje.
Llevaban botas embarradas y manos extendidas.
Imagínate si te hubiera pasado a ti.
