Ángela se interesa por lo concerniente al hombre, y rechaza todo lo que es perfecto, como los lirios y los ángeles. Asume la imperfección del ser humano, y hace de esa imperfección una obra de arte diferente, perdurable, fuerte. ¡Qué valor el de Ángela al usar un lenguaje llano, cuando en España estaban tan de moda los juegos y las lujuriosas metáforas de un García Lorca, de un Vicente Aleixandre, de un Rafael Alberti…!
Con estas hermosas palabras describe Carmen Alardín el perfil poético de esta gran mujer olvidada.
Pocas antologías de la llamada Generación del 27 recogen su nombre. La conocí a través de una antología de la poesía social del año 1981, de Leopoldo de Luis. Aparece la primera, y junto a ella solo hay tres mujeres más: Gloria Fuertes, María Beneyto y María Elvira Lacaci. En total, la antología recoge la obra de 30 poetas, 26 de ellos son hombres.
Los antólogos se empeñan en hacer permanecer en la zona de sombra a las mujeres excepcionales, que las hubo, y resaltar solo los nombres masculinos. Así se olvida a Josefina de la Torre, a María Teresa León, a Concha Méndez, a Lucía Sánchez Saornil, a María Cegarra, a Ernestina de Champourcín, a Carmen Conde, y a tantas otras.
En palabras de Miguel Barrero,
En el caso de Ángela Figuera Aymerich, están claros los motivos que provocaron que en su propia época no ocupara nunca un papel protagonista: era mujer, pertenecía al bando derrotado en la Guerra Civil y su poesía, lejos de camuflar esa condición o de adaptarla al gusto de la retórica triunfante, incidía en ella y la empleaba como base desde la que lanzar una mirada ácida, rabiosa y escéptica a la sociedad que se desenvolvía en sus alrededores. Más curioso o más inexplicable resulta que esa desmemoria se mantenga, cuando la democracia española lleva un recorrido de cuatro décadas. Parecía que algo de eso iba a ocurrir con Ángela Figuera cuando, dos años después de su muerte, la editorial Hiperión publicó sus obras completas. Sin embargo, fue un grito en el desierto, pese a que todos los que han leído sus poemas coinciden en definirlos como textos rotundos y necesarios, exponentes por derecho de ese desarraigo existencial con el que purgaron sus tristezas quienes, después de 1939, rechazaron la posibilidad del exilio para entregarse a esa otra condena, en ocasiones más terrible, que suponía afrontar la cotidianeidad en el terreno de los verdugos.
Ángela nació en Bilbao en 1902.
Era la hija mayor de la valenciana Amelia Aymerich y de Jesús Ángel Figuera.
El padre, Jesús Ángel Figuera, natural de La Habana, era catedrático de la Escuela de Ingenieros Industriales de Bilbao. El matrimonio tuvo nueve hijos. Familia acomodada, tuvieron una vida apacible. Ángela estudió en el Sacré Coeur, un colegio de monjas francesas.
El padre, aficionado a la pintura, a la música y a la ópera, desde muy pronto se hizo acompañar por su hija a esas y otras actividades culturales, hasta que murió, en 1926.
Ángela lo recuerda en un poema de 1953:
Mi padre era ingeniero y amaba los paisajes.
Quería capturarlos en rectángulos breves
y llevarlos consigo.
Cuando íbamos al campo o al mar, en vacaciones,
meticulosamente, sabiamente pintaba.
Ángela Figuera fue una de las primeras mujeres en conseguir el bachillerato en Bilbao. Posteriormente, estudió por libre Filosofía y Letras -a pesar de la oposición de su padre-, primero en Valladolid y luego en Madrid, a donde se trasladó a vivir la familia en 1930. Obtuvo cátedra de Enseñanza Media en 1933 y se casó al año siguiente con su primo, Julio Figuera.
Fue destinada al Instituto de Educación Secundaria de Huelva, ciudad donde su primer hijo muere al nacer, al ser extraído con fórceps.
Regresó a Madrid, donde residía al estallar la guerra civil española. Su marido, de ideología socialista, se alistó en el ejército republicano. El 30 de diciembre de 1936 nació su hijo Juan Ramón en medio de un bombardeo (“con salvas, como los reyes”, escribirá Ángela).
En febrero de 1937 la familia fue evacuada a Valencia. A Ángela Figuera la destinaron al instituto de Alcoy, primero, y algo después al de Murcia.
Cuando finalizó la contienda, y debido a su lealtad a la II República, el régimen franquista la desposeyó de su plaza y su título universitario. Tampoco su marido se libró de la purga.
Ambos decidieron regresar a Madrid. Pensaban que, al tratarse de una ciudad grande y en pleno proceso de reconstrucción, les resultaría más fácil pasar inadvertidos e intentar labrarse un porvenir. Fue una época difícil durante la cual ella se retiró junto a su hijo a pasar una larga temporada en Soria.
Dicen que allí reencontró la tranquilidad y ciertas reminiscencias del paraíso perdido. Sin duda tuvo que ver en ello el recuerdo de Antonio Machado, uno de los poetas a los que más admiraba y cuyos pasos pudo seguir por las orillas del Duero. Poco a poco se fue abriendo paso algo parecido a la normalidad, la pareja halló un cierto equilibrio y Ángela Figuera comenzó a dedicarse a su vocación literaria.
Ángela Figuera Aymerich es, con Carmen Conde, la más importante poeta de la segunda mitad del siglo XX. Su poesía, claramente realista, mantiene un tono personal, gracias a la ternura que lo impregna todo, hasta lo más duro. Siempre manifestó su carácter de escritora vasca y mantuvo estrecha amistad con poetas también vascos como Gabriel Celaya, Blas de Otero o Gabriel Aresti.
Su primer libro, Mujer de barro (1948) lo publicó animada por su marido. Trata el tema del hijo, como hicieron tantos poetas de la postguerra. Y también el de la mujer, no tan frecuente.
Soria pura (1949), su siguiente libro, es un homenaje a la melancólica ciudad castellana y a quien era uno de sus principales referentes, Machado:
Me fui con tu libro allí
y luego no hacía falta:
todos tus versos, Antonio,
el Duero me los cantaba.Siempre los canta.
Pese a su aparente inocencia, estos dos libros tuvieron problemas con la censura. Encontraron en ellos demasiada sensualidad y demasiado erotismo para lo que podían permitir las estrechas miras del régimen. Además, en el Madrid de la posguerra, Ángela Figuera descubrió la miseria extrema, el hambre, la desolación en que los vencedores habían sumido a los vencidos. Su poesía empezó a tornarse amarga, descreída, urgente y combativa.
Da entonces por acabada su época intimista y comienza a ocuparse del tema feminista y de concienciación social en su libro Vencida por el ángel (1950). Estos temas continuarán presentes en todos sus libros posteriores. Destaca especialmente su poema famoso, “Mujeres del mercado”, uno de los mayores ejemplos de la poesía social española de postguerra, donde el verso alejandrino permite suavizar la dureza temática:
Son de sal y salmuera. Viejas ya desde siempre.
Armadura oxidada con relleno de escombros.
Ángela no puede olvidar que es un ser social y que se debe a la justicia, el compromiso y la solidaridad:
No. Ya no puedo estar, como solía,
oculta en matorral de madreselvas.
La mujer, para quien el franquismo reservaba los papeles de esposa y madre de familia, tenía que ser también un sujeto activo del cambio social. Su vida, en esos años, había dado un vuelco. En 1952 comenzó a trabajar en la Biblioteca Nacional, y no tardaría en incorporarse a su servicio de bibliobuses, que se ocupaba de llevar libros y cultura a los rincones más periféricos —y, por lo tanto, marginales— de un Madrid que recibía grandes oleadas de inmigrantes a los que se confinaba en cinturones de pobreza. En una carta que escribió a Blas de Otero, en 1956, ella misma se refería a este nuevo cometido. Es curioso que a sus solo 54 años se considere vieja:
Sabrás que a mi vejez he resuelto dedicarme a la vida activa y trabajo por la mañana en la Biblioteca Nacional y por la tarde en una biblioteca ambulante o Bibliobús que va prestando libros por los barrios extremos y suburbios madrileños. Este último es un servicio estupendo y yo lo hago encantada, con verdadero apasionamiento, aunque la remuneración es muy pequeña, como todas las que se cobran en España salvo raras y casi siempre honrosas excepciones. Se pone uno en contacto con el pueblo y se le orienta y se le educa en la lectura y no sabes cómo lo agradecen y qué contentos y amables se muestran con nosotros las bibliotecarias, y hasta nos toman afecto…
En 1957 recibió una beca para estudiar en París y conoció a Pablo Neruda, quien le entregó una carta a los poetas españoles, que ella introdujo en Madrid de forma clandestina y en la que el escritor chileno abogaba por una «universalización del canto poético».
Ángela Figuera era una intelectual cada vez más comprometida. Sus críticas contra el franquismo se fueron agudizando hasta el punto de que fue consciente de que jamás conseguiría publicar en España el libro en el que andaba trabajando. Tuvo suerte. Envió el manuscrito a unos amigos que residían en México. Y estos lo presentaron, sin advertir a la autora, al Premio de Poesía Nueva España, que impulsaba la Unión de Intelectuales en el Exilio
En 1958 se publica en México Belleza Cruel, con un prólogo de León Felipe en el que el poeta del exilio se desdice generosamente de cuando escribió que, al salir de España, él se había llevado la canción y reconoce a los que se quedaron su valentía de compromiso y de denuncia:
Dámaso, Otero, Celaya, Hierro, Crémer, Nora, de Luis, Ángela Figuera Aymerich… los que os quedasteis en la casa paterna, en la vieja heredad acorralada… Vuestros son el salmo y la canción.
Ángela Figuera había incluido en Víspera de la vida un poema titulado “Postguerra” que pudiera haber servido de respuesta a León Felipe. En él reivindica la alegría de vivir y el privilegio de la lucidez frente al franquismo intolerante y destructor de la “dura piqueta”:
Alegraos, hermanos, porque vivos seguimos.
Verticales, calientes sobre tierra segura
persistente al estruendo y a la dura piqueta.
En España, Belleza cruel circuló bajo manga y en ediciones clandestinas, y sus versos fueron los que ratificaron a su autora como una de las grandes voces de la poesía social del momento.
La encuadraron en la poesía social y quisieron equiparar su poética a las de Gabriel Celaya o el propio Blas de Otero, pero existía una diferencia sustancial: mientras estos anhelaban que la poesía llegara a transformar la realidad, ella, más pragmática o más realista, opinaba que la poesía sólo podía aspirar a acompañar a las personas. Abrir un camino a la esperanza:
Y damos vueltas y más vueltas
con un atroz poema pinchado en las almohadas
o puesto de través entre los huesos
o cortándonos la respiración
como un bucle de hiel atragantado.[…]
Mejor fuera callarse. Licenciar la metáfora.
Y ver si a duras penas o a duras alegrías
abrimos un camino al cabo de la calle.
Su último libro, Toco la tierra (1962), dejaba traslucir un cierto cansancio que fue detectado por la crítica. Tras una etapa en Avilés, por el trabajo de su marido, la vuelta a Madrid en los años 70 supuso un duro golpe. Había cambiado el microcosmos cultural, se habían modificado los gustos y las ideas en torno al hecho literario y nadie parecía tener en cuenta a aquella poeta que, por otro lado, continuaba sintiéndose cansada. Tampoco estuvo conforme con el modo en que se afrontó la transición, tras la muerte del dictador. Pero ni siquiera se vio con fuerzas para plantarle cara en sus textos.
Publicaría algunos poemas sueltos y el libro de relatos Cuentos tontos para niños listos (1980). Tras su muerte, ocurrida en 1984 después de una larga enfermedad, llegó a las librerías la que fue su última obra, Canciones para todo el año.
Su volumen de Obras completas, en una edición que hoy se encuentra descatalogada, jamás volvió a revisarse.
Muy pocos recuerdan a Ángela Figuera. Es de justicia rescatar su voz y su figura. Es de justicia volver a una mujer sensible, comprometida, valiente y combativa. Condenada al ostracismo por un régimen cruel primero, y por una mentalidad patriarcal, después. Ni siquiera la democracia ha sabido iluminar la zona oscura a la que fueron condenadas las mujeres. Una mujer que, incluso pide perdón por ser capaz de encontrar la belleza en medio de tanta miseria:
Que me perdonen todos este lujo,
este tremendo lujo de ir hallando
tanta belleza en tierra, mar y cielo,
tanta belleza devorada a solas,
tanta belleza cruel, tanta belleza.
Ángela Figuera, junto a muchas otras, supo tejer una red de sororidad que pretendía denunciar las injusticias del mundo y encontrar un camino nuevo en el que la igualdad, la justicia y la solidaridad fueran de la mano de la cultura y la belleza poética.
Entre los numerosos poemas solamente incorporados a sus Obras completas, merece destacarse el que dedicara a otra olvidada, a Carmen Conde. Se titula “Exhortación impertinente a mis hermanas poetisas” y es una llamada a la responsabilidad de la nueva poesía escrita por mujeres:
Levantaos, hermanas. Desnudaos la túnica.
Dad al viento el cabello. Requemaos la carne
con el fuego y la escarcha de los días violentos
y las noches hostiles aguzadas de enigmas.
No os quedéis en el margen….