La pandemia carga a los niños con miedos, ansiedad y trastornos de conducta

2020, y ya también 2021, quedarán en nuestra memoria para siempre como el año de una pandemia que volvió loco al mundo entero. El SARS-CoV-2 ya no son unas meras siglas científicas ininteligibles o extrañas. La población sabe muy bien qué significan, lo que han supuesto, lo que todavía suponen y, aquí es donde se centra la preocupación de muchos, lo que aún supondrán en el futuro a corto y medio plazo. Y no sólo a nivel económico, que ya se ha demostrado devastador, sino quizá aún más importante, a nivel emocional.

 

 

La vida ha cambiado radicalmente y, tres olas de contagios después, la vida “normal” parece lejana en el pasado y también para el futuro. Porque parece que muchas cosas que hace 12 meses nos sonaban absolutamente impensables, ahora se han integrado en el día a día como una rutina más. La mascarilla es la más evidente. Pero también se ha asumido con resignación y cierta naturalidad la distancia social, eso de no dar abrazos ni mucho menos besos, limitar al máximo las interacciones sociales, tanto en número de personas como en espacios y tiempos; y los hogares se han convertido en los refugios donde, aparte del lugar de trabajo o de estudio, transcurre prácticamente toda la vida. Y eso es, cuanto menos, antinatural para nuestra especie.

 

 

Esta situación tiene una repercusión grande en el estado de ánimo. Los adultos lo saben y cuentan con herramientas para hablar de ello y gestionarlo con sus afines. Pero la otra mitad de la población, los jóvenes, adolescentes y, sobre todo, los niños, no lo tiene tan fácil. Precisamente ese grupo, que se encuentra en pleno desarrollo emocional, cognitivo y afectivo, es el que más necesita todas esas cosas a las que hemos tenido que renunciar por culpa del coronavirus.  Y los adultos deben ser conscientes de ello.

 

 

Empiezan a surgir numerosos estudios que avalan estas afirmaciones sobre las consecuencias que la pandemia está causando en cuerpo y mente. Para comprobar si la situación es realmente tan preocupante como parece, ‘Gente’ ha entrado en las consultas que atienden y tratan a los más pequeños para ver cómo han cambiado en este año los tratamientos o problemas que están detectando y qué soluciones pueden adoptarse.

 

 

La primera parada es obligada, la consulta de pediatría, donde las primeras conclusiones son algo inquietantes: se ha detectado un aumento destacable de diversos trastornos mentales y problemas relacionados con la gestión del duelo. Marta Artés Figueres es la pediatra de los centros de salud de Ador, Palma de Gandia, Ròtova y Alfauir y asegura que “claramente han aumentado respecto a otros años los casos de ansiedad y depresión, especialmente en la franja de edad preadolescente y adolescente, de 10 a 15 años, incluso las atenciones hospitalarias”.

 

 

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En el servicio de Pediatría del Área de Salud de Gandia llama también la atención el incremento de trastornos de la conducta alimentaria. Los expertos apuntan al primer confinamiento como el germen de estas alteraciones, que se han visto agravadas con los semiconfinamientos posteriores y las constantes restricciones que no se han sabido o podido gestionar adecuadamente. “Los adolescentes deberían estar viviendo al máximo sus relaciones e interacciones sociales, experimentando y compartiendo experiencias con sus iguales, pero se han visto encerrados en casa y eso ha disparado una bomba de emociones que no han podido gestionar”, destaca la doctora Artés. El deporte en casa fue la válvula de escape pero “para algunos se convirtió en obsesión estar en forma y eso ha acabado afectando negativamente en los hábitos alimentarios saludables”.

 

 

A la pérdida de libertades derivada de la pandemia, se suma también la parte más trágica, la pérdida de vidas. Y en esto también están sufriendo mucho los niños y niñas que han perdido a un ser querido, algunos no han podido siquiera despedirse y no han podido pasar y superar su periodo de duelo. “Eso supone seguir acumulando miedos, ansiedades y penas”. Otro efecto secundario que deja la crisis de la Covid-19 ha sido el aumento de separaciones y divorcios que también repercuten emocionalmente en los pequeños de la casa.

 

 

En algunos casos todas esas afecciones se traducen en una somatización de los sentimientos. Es decir, que los trastornos mentales se convierten en síntomas físicos, dolencias comunes como dolores de cabeza o estómago, por citar algunos ejemplos, que pueden pasar desapercibidas precisamente por tratarse de una sintomatología leve o común, pero que esconden detrás un problema más profundo que debería tenerse en cuenta.

 

 

Por el contrario, siempre hay una segunda cara en la moneda y en este caso ha sido la bajísima incidencia, casi nula de hecho, que han tenido otras enfermedades víricas propias de la época invernal y de las edades tempranas, como son la gripe o la bronquiolitis. Llamativo especialmente tras varios años con una elevada. Y la razón es la mascarilla.

 

 

Las consultas de psicología son el siguiente refugio donde se trata a pacientes menores de edad que arrastran secuelas de la pandemia. Muestran síntomas de ansiedad, miedos o incluso fobias que, en los pequeños de cinco o seis años, por ejemplo, se están traduciendo en un retroceso en su desarrollo y crecimiento, en algunas de sus funciones básicas como puede ser orinar “correctamente”, en trastornos del sueño o en el rendimiento y aprendizaje escolar.

 

 

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“La falta de ejercicio y actividad física al aire libre les está condicionando mucho, sobre todo a los niños y niñas que son más activos. Eso afecta a su condición física pero también a su estado de ánimo y comportamiento, se enfadan más en casa y en el colegio, o se frustran por no poder ir al parque o ver a sus amigos. Quizá les cuesta más expresarlo que a un adulto, pero sí que se les ve tristes o aburridos. Y eso se ha notado en su evolución, sobre todo a los que ya hacíamos un seguimiento antes del Covid”, explica Alba Peiró.

 

 

Otro aspecto remarcable según la psicóloga es el de aquellos niños más retraídos o tímidos que “están casi encantados porque así evitan el contacto social o el tener que ir al parque o hacer deporte”, que es precisamente lo que les conviene para facilitar su integración.

 

 

Resulta también interesante y muy clarificadora la visión ofrecida por Mª Ángeles Cabrera Pozuelo, osteópata que trata desde hace años a bebés, niños y adolescentes. “Cuando un niño acude a la consulta de un osteópata trae consigo todo lo que sus tejidos han vivido y sentido, y que ha ido procesando, almacenando y, en algunas ocasiones, encerrando en su interior”. Una pandemia como la que estamos viviendo es un caldo de cultivo delicado y complejo sobre el que trabajar.

 

 

Cualquier trauma que viva el ser, sea a nivel físico (caída, postura forzada…), orgánico, mental (miedo, duda, ira, tristeza…) o espiritual (un ser o animal querido que ya no está y del que no se ha podido casi despedir), va a dejar una huella en esos tejidos. Eso conlleva alteraciones en el crecimiento y desarrollo físico, pero también mental. “El niño es un ser consciente y, como tal, sus células también lo son. Tienen esa información y memoria y acabará expresando, de la manera que sepa o pueda, todo eso que ha sentido y/o vivido”. 

 

 

Mª Ángeles siente que los niños y niñas que visitan su consulta desde junio “tienen densidades importantes”. ¿Esto qué significa? Lo explica con un ejemplo sencillo pero muy visual: “Los tejidos humanos deberían tener una densidad similar a la de un globo lleno de agua, -maleable y preparado para ir asimilando los cambios que vive y experimenta a diario- pero ahora llegan y son como una pelota de tenis sin estrenar”.

 

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Esa tensión dificulta el intercambio de fluidos en cualquiera de los sistemas corporales: circulatorio, linfático, endocrino o nervioso. Y eso provocará que, a la larga, los tejidos estén empobrecidos porque los nutrientes no han llegado con la vitalidad que tendrían en condiciones normales. En parte, por todo lo expuesto anteriormente, pero sin olvidar la drástica reducción de movimiento y actividad física y, por tanto, el aporte de oxígeno. “Cuando le pregunté a un niño de 3 años cómo había estado durante el confinamiento, me explicó que corría y corría por el pasillo y gritaba “¡Quiero salir!”. Es un ejemplo de la información que su cerebro le daba, ‘quiero crecer’, y para eso, además de dormir y nutrirse, necesita movimiento y O2 de calidad”, explica la osteópata. 

 

 

Los y las menores siguen teniendo limitados los espacios públicos donde compartir juegos. En dichos espacios y en la actividad física diaria es donde su sistema músculo esquelético recibe la señal de que el músculo se ha de hacer fuerte y grande para soportar la estructura ósea, y ésta crecerá con mejor calidad cuando perciba el impacto en sus pies. Este es el estímulo más importante que genera toda la liberación hormonal que acompaña al crecimiento. Pero ahora está muy limitada.

 

 

“Una estructura se formará según sea su función. No es el mismo bíceps el de una lanzadora de martillo que el de una pianista. Por tanto, nuestros hijos no podrán crecer y desarrollarse de la misma manera que lo hicieron los que acudían de forma regular a sus actividades deportivas todas las semanas. La vida se expresa y desarrolla con movimiento y hemos de cuidar que nuestros niños se muevan todo lo que necesiten”, advierte. 

 

 

A todo esto hay que añadir los efectos de la mascarilla. No sólo por la pérdida de la comunicación no verbal, tal y como señalaban en otro artículo los profesores. “Su uso continuo reduce de manera drástica la introducción de oxígeno a nuestros tejidos en favor de un aumento del CO2 que sale de nuestro interior. El cerebro percibe este cambio como una amenaza y el cuerpo se ve obligado a forzar una respiración que debería producirse de forma natural y espontánea. Nuestros dientes, mucosas bucales y orales, la postura del cuello, la cabeza, los ojos y su ángulo de visión. Todos deben  reajustar su posición para facilitar la entrada de más aire pero ello conlleva desequilibrios”, explica Cabrera.

 

 

En conclusión, la pandemia está dejando una huella en la población que va a costar mucho borrar. Y en esto, en lo que concierne a los menores, las tres profesionales coinciden en el importante papel que tienen los adultos, padres y madres pero también el entorno más próximo de los pequeños, para ser conscientes de esta realidad y tratar de buscar soluciones, en la medida de las posibilidades.

 

 

Mª Ángeles lo resume bien: “Cuando escuchaba decir: ‘Los niños son los que mejor se han adaptado’, yo me decía: puede que los niños sean ahora los que, aparentemente, mejor están viviendo esta situación. Pero en unos meses o en unos años, tanto ellos como sus tejidos acabarán por expresar lo que en un inicio callaron”.

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