El pasado 21 de enero se cumplieron 69 años de la muerte de George Orwell. Entre todos los autores distópicos, quizá sea el de mayor repercusión.
La estremecedora distopía que describió en su novela “1984” ya no es ficción premonitoria, sino realidad. Vivimos tiempos indeseables, injustos y oscuros.
El futuro se hace en el presente con nuestros miedos y nuestras ilusiones. Y, si en las utopías predomina la ilusión y la esperanza, en las distopías lo hace el miedo y la desesperanza. Hoy vivimos tiempos distópicos.
George Orwell fue siempre una persona comprometida políticamente, como se refleja ya en sus primeras obras. Un crítico irreductible, como revela su propia trayectoria vital y literaria.
Nunca renunció a su militancia socialista, pero fue también muy crítico con sus correligionarios. Su denuncia desde la izquierda al estalinismo, un tipo de dictadura política, era una verdadera innovación del siglo XX, ante la que la izquierda se sintió desorientada.
Denunciaba y criticaba, por supuesto, el sistema capitalista, pero atacaba también la deriva totalitaria estalinista y el tecnicismo lingüístico-manipulador de la palabra en su «neolengua».
En su distopía, “1984”, Orwell no pretende ser un profeta. La fecha fue simplemente la alteración de las dos últimas cifras del año en que escribió el libro: 1948. Y en ella, la ciencia no cuenta demasiado en una visión sórdida, gris, tétrica de un mundo amenazante.
No recurre a mecanismos de ficción, pues la única novedad técnica son las telepantallas de doble dirección. Tampoco el protagonista es un héroe revolucionario que despierte simpatías emotivas. Es un hombre mediocre y gris, como el mundo en el que vive, cuya mínima rebeldía -la osadía de escribir un diario, para ir anotando sus recuerdos y las minucias de cada día- constituye un desafío intolerable para el Estado totalitario.
El hecho de que la obra incluya pocas innovaciones técnicas y sea poco fantástica, la hace más creíble y, por tanto, más terrible. El carácter terrorífico de “1984” no está solo en los medios represivos, el sistema policíaco o la constante vigilancia a la que son sometidos sus ciudadanos a través de la telepantalla.
Ni siquiera en la atmósfera sofocante que describe. Lo peor es la continua revisión y reescritura de la Historia, la alteración del pasado en función del presente. La humanidad, despojada de la memoria colectiva, pierde uno de los rasgos que la «humanizan», como afirma Estrella López Keller.
Así reza uno de los frecuentes lemas adoctrinadores de la novela:
“El que controla el pasado controla el futuro. El que controla el presente controla el pasado”.
El Partido mantiene aislados a sus miembros inferiores de aquellos que integran la casta superior. A su vez aleja a los funcionarios de los proles. Y además, les impide pensar. La uniformidad de opinión, conseguida por una educación moldeadora, implica la completa obediencia al Estado.
Los proles son las manos del Estado y están al servicio de su cerebro: el ente pensante que actúa de forma tan estremecedora y de resonancias tan actuales como esta:
“No era deseable que los proles tuvieran fuertes sentimientos políticos. Todo lo que se les pedía era un primitivo patriotismo al cual se podía apelar cuando fuera necesario para que aceptaran más horas de trabajo o raciones más pequeñas.”
Orwell advierte de que lo que describe supone un peligro inminente. Y no se equivocaba.
Hoy, en 2019, ya conocemos los peligros de la “neolengua” que cambia significados de palabras para cambiar el pensamiento. Sufrimos los límites del lenguaje -que limitan el pensamiento crítico y la comprensión- en planes de educación alejados de las Humanidades. Sólo si somos capaces de pensar juntos, evitaremos que piensen por nosotros.
Asistimos a la reescritura del pasado para controlar el futuro, en una historia reescrita por pseudohistoriadores al servicio de la ideología vencedora del franquismo. Ideología que pretende ahora exterminar la memoria, tras exterminar a los seres humanos que pensaban diferente.
Padecemos la policía del pensamiento en medios de comunicación lacayos que difunden opiniones serviles y falsas, sin rubor, para contentar a sus amos.
Comprobamos cada día la desaparición de derechos adquiridos con tanto esfuerzo, aceptamos el trabajo esclavo de más de 60 horas semanales. Toleramos el desprecio por la cultura que no produce rédito económico.
Vemos la construcción del odio en discursos incendiarios de presuntos líderes de partidos, nacidos al calor de la democracia, que sólo buscan destruirla.
Toleramos la eliminación del sentimiento y de la empatía que deshumanizan al diferente. Que permiten reducirlo a no-persona. Y eso lleva a aceptar sin pestañear su muerte en el mar o en la frontera. Siempre en nombre de un “primero nosotros” que transgrede todo humanismo, todo cristianismo y toda piedad de quienes, cínicamente, presumen de “humanismo cristiano”.
Y, sobre todo, asistimos a una época de incapacidad razonadora y crítica que se alimenta de fogonazos irracionales en redes sociales. Ahí proliferan discursos trufados de odio, mentira, resentimiento e intolerancia. Eso sí, envueltos en banderas y “patriotismo”- que es el último refugio de los canallas, según Samuel Johnson- y azuzados por el miedo al diferente.
En ese barro inmundo florecen alegremente -abonadas por partidos irresponsables de mirada corta y cinismo largo -la falacia y la manipulación.
El totalitarismo puede tener aspecto democrático. Y no es patrimonio de los regímenes comunistas sino que se extiende como mancha de aceite peligrosa, bajo diferentes caras neofascistas, en el sistema capitalista y en las democracias mundiales.
Atentos, porque los neofascismos sólo han cambiado de traje. Tras su disfraz, adecuado a los tiempos, late la misma intolerancia rígida y el horror que ya conocemos. Orwell lo intuyó y nos avisó de ello.