El diagnostico que hace Vox de la sociedad, aunque en algunos aspectos pueda resultar acertado, es globalmente erróneo. Es verdad que el sistema autonómico tiene muchos defectos e ineficiencias. Es cierto que el problema de la inmigración ilegal no se ha resuelto. Es innegable que existen déficits en nuestro sistema democrático y que se ha producido la progresiva pérdida del vínculo entre representantes y representados y es cierto que la discriminación positiva puede ser otra forma de discriminación.
Sin embargo, muchas de las tesis del manifiesto de Vox son una magnificación exagerada e interesada de los problemas reales. La descripción de que «España atraviesa una crisis múltiple y profunda de carácter sistémico» y el correlato de que esa situación apocalíptica justifica «una reforma profunda de carácter estructural que afronte de verdad los defectos de un sistema […] irreversiblemente agotado», son demagogia y radicalismo populista, similar a lo que nos tiene acostumbrados Podemos. Es fácil construir diagnósticos tremebundos, pero esas afirmaciones no se apoyan en datos reales. No vivimos en el mejor de los mundos y existen muchos temas en los que colectivamente, como nación, podemos y debemos mejorar, pero el camino adecuado no son las políticas extremas y radicales sino las reformas graduales, preferiblemente consensuadas.
El pasado diciembre, después de cinco años languideciendo entre la marginalidad y el mero testimonio, Vox irrumpió en el tablero electoral y se rasgaron hipócritamente muchas vestiduras. Cómo acertadamente dijo Íñigo Errejón «no hay 400.000 andaluces fascistas», porque Vox no es fascista. La categoría «fascismo» que muchos le aplican, es un despropósito que banaliza el término y permite a quien lo utiliza evitar el esfuerzo intelectual de analizar y comprender las causas de la irrupción de Vox, ya que la mayoría de los rasgos característicos del fascismo están ausentes de su programa y su praxis. Pero poco importan las categorías y las etiquetas cuando la pregunta clave no es averiguar si son extrema, ultra o mega derecha, ya que el interés está en averiguar porqué, después de cinco años de irrelevancia, consiguen el 11% del voto en Andalucía.
Hay dos factores clave: el contexto político, influenciado por la política mendicante del gobierno respecto al independentismo, y el cansancio de una parte significativa del electorado de los partidos que han sido los protagonistas de la política española de las últimas décadas -con sus luces y sombras, pero con un resultado neto positivo-. En la medida en que esos partidos han ido defraudado a sus electorados, han entrado en escena Ciudadanos, Podemos y ahora Vox. Factores comunes a ambos han sido la corrupción, la oligarquización de sus estructuras, la profesionalización de los cargos y la falta de nervio político para abordar los problemas reales. Pero hay otros factores que también explican la volatilidad y dispersión de los electorados.
El PSOE sufre la crisis global de la izquierda. Como decía Víctor Lanore «los progresistas han perdido la capacidad de convencer a las mayorías sociales». La derecha populista ha alcanzado el poder en Italia, EE.UU. y Brasil porque, cada vez más, se percibe a la izquierda «como elitista, ensimismada y narcisista, incapaz de ofrecer soluciones prácticas a los problemas de los ciudadanos occidentales». La nueva izquierda radical, anclada en la ideología del buenismo y la corrección política, centrada en las políticas de la identidad y orientada hacia grupos de «oprimidos cool, normalmente alérgicos a valores tradicionales como la familia, la religión y el patriotismo», no ofrece propuestas válidas para todos los ciudadanos. Su base es una cultura de élites y activistas, caracterizada por su arrogancia y superioridad moral, despreciativa de valores tradicionales. Como era previsible, la deriva radical de la izquierda genera niveles de rechazo que cimentan una reacción radical en sentido contrario.
El PP, como observó S. G. Payne, ha acusado en los últimos tiempos una notable pobreza dialéctica: «Parece que solo les interesa el presente y la gestión de la economía» y «han adoptado las directrices de la corrección política en casi todas las cuestiones culturales y sociales». Al no haber ofrecido una crítica coherente, ni alternativas ideológicas razonables a la deriva radical de la izquierda, han acabado ganándose el apelativo de «derechita cobarde» que Vox les aplica. Sacrificando las ideas a favor de la tecnocracia y la eficiencia, el PP ha dejado amplios espacios a la alternativa radical de Vox. Como observó el filósofo político Isaiah Berlin, «cuando las ideas son descuidadas por los que debieran preocuparse de ellas, éstas pueden adquirir una fuerza ilimitada y un poder sobre las multitudes hasta hacerlas tan violentas que las hagan inmunes a la crítica racional».
La relevancia de Vox surge como reacción ante algunos aspectos de la situación política actual. Ante el independentismo, reivindicando un nacionalismo español con no pocos elementos emocionales. Ante la hostilidad de la izquierda hacia la cultura y valores tradicionales, despreciados por la izquierda radical. Y ante la ineficacia frente a la inmigración ilegal. Sus mensajes reactivos han calado ante un porcentaje pequeño del electorado, aunque suficiente para tener una influencia decisoria. Con similar estilo de comunicación al de Trump, Bolsonaro o Salvini, Vox usa un lenguaje directo, transgresor del encorsetamiento puritano de lo políticamente correcto, demagógico y provocativo que facilita la transmisión de su mensaje a los sectores más agotados del electorado.
Vox contribuye a la escalada de radicalización del panorama político. Una radicalización que comenzó en la izquierda y en los nacionalismos y que creo que es una pésima noticia para el futuro. Pero el éxito o el fracaso de las opciones radicales no depende tanto de ellas mismas como de los espacios que les regalen los partidos teóricamente moderados y sensatos. Especialmente a ellos, que en pocos meses afrontarán unas elecciones triples, me permito recomendarles el libro de Víctor Lapuente El retorno de los chamanes: Los charlatanes que amenazan el bien común y los profesionales que pueden salvarnos.