De todas las historias de amor que comenzaron en el Madrid asediado por las tropas franquistas, la suya haya sido probablemente la más feliz. También es una de las mejor documentadas ya que tanto él como ella dieron testimonio de su vida en común: Arturo Barea en La llama, el último tomo de su trilogía La forja de un rebelde, e Ilsa Barea en su única novela cuyo título remite al lugar del encuentro: Telefónica.
Son palabras de Herich Hackl en su reseña del libro de Ilsa Barea-Kulcsar, Telefónica.
Pero a pesar de su intensa vida, su compromiso político y su labor como intermediaria entre las culturas alemana, inglesa y española, Ilsa Barea-Kulcsar es apenas conocida.
Arturo Barea omite, en sus libros, muchos detalles de la juventud de Ilsa en Austria y de su exilio común en Inglaterra. Tampoco alude a su vida en común tras el final de la Segunda Guerra Mundial, una época que ya no forma parte de su famosa trilogía.
La novela Telefónica y el legado de Ilsa Barea-Kulcsar, hasta ahora desconocido, la muestran como una mujer valiosa oculta tras dos esposos, cuyos apellidos llevaba en las últimas décadas de su vida. Ya es hora de sacar a la autora de la sombra de sus dos maridos y de la historia.
Porque la historia de Ilsa Barea–Kulcsar es la de un personaje clave para entender la España y la Europa de los años 30 y 40 del pasado siglo.
llsa Wilhelmine Elfriede Pollak nació el 20 de septiembre de 1902 en Viena. Su padre, Valentin Pollak, fue un pedagogo de renombre que dirigió durante muchos años el prestigioso instituto de enseñanza secundaria Wasa-Gymnasium de Viena, el centro predilecto de la burguesía judía de la capital austriaca. Su madre, Alice von Zieglmayer, procedía de la baja nobleza austriaca. Por esta rama de la familia, Ilse tuvo como tío político a Johann Schober, un político conservador de la Primera República austriaca y responsable de la sangrienta represión de una manifestación obrera en julio de 1927.
La joven se afilió al Partido Comunista al que pertenecía también Leopold Kulcsar. Los dos se casaron al año siguiente y pronto se convirtieron en una pareja política de renombre en Viena. Ilsa fue detenida en Budapest, junto con su marido y otro austriaco, acusada de colaborar con la Unión Soviética. Estuvo en prisión preventiva durante cuatro meses. En la cárcel contrajo una grave enfermad pulmonar debido a las malas condiciones higiénicas de la celda. Finalmente, a principios de abril de 1926 fue declarada inocente y expulsada del país.
Ella y su marido rompieron definitivamente con el Partido Comunista que les había dejado abandonados, negándoles cualquier ayuda legal. Entre 1931 y 1933 Ilsa Kulcsar intensificó su labor docente. Como “profesora itinerante” pasaba la mitad de su tiempo en las regiones montañosas de Austria. Acusada de “insultos al gobierno”, fue detenida el 6 de abril de 1933 y condenada a diez días de prisión y 160 chelines de multa. En su segunda estancia en prisión, Ilsa enfermó gravemente, esta vez de una artritis reumatoide.
Su matrimonio entra en crisis. Sus posiciones políticas, cada vez más divergentes, y sus opiniones encontradas acerca del estalinismo comenzaron a abrir un abismo entre los dos que resultaría insalvable. Mientras que Leopold se acercaba poco a poco al comunismo soviético, Ilsa volvió a las raíces del socialismo humanista-democrático.
Ilsa quería participar en primera línea en la lucha contra el fascismo, como periodista, en la Guerra Civil Española.
Me parecía que tenía que participar en la Guerra Civil no sólo porque allí se estaba disputando el combate más importante entre fascismo y democracia –una democracia que contenía el germen de un futuro socialista–, sino también porque yo, con mi experiencia en periodismo internacional, tal vez podría ser útil incluso después de la victoria participando en la formación cultural de los trabajadores.
Llegó a España en el otoño de 1936 como periodista y terminó trabajando en la oficina de la quinta planta del edificio Telefónica de la Gran Vía.
Su jefe era Arturo Barea. No la recibió de buenas maneras, pero terminó enamorándose perdidamente de ella. “Era una mujer que le ofrecía soluciones, que conocía idiomas y con la que podía hablar” nos cuenta Elvira Lindo, “es más, a Arturo, y estamos hablando de los años 30 del pasado siglo, no le importaba que intelectualmente fuera superior a él”.
El 16 de noviembre pisó por primera vez la Telefónica,
Durante una alarma aérea cuando solo estaban encendidas las luces azules de emergencia y la mayoría de las salas estaban vacías. Entonces llegué como periodista junto con otros periodistas y la bienvenida por parte del censor de turno no fue muy amable. Era Arturo Barea, que iba a ser mi segundo marido.
Aquel espacio se convirtió durante tres años es una versión trágica de la Guerra Civil y, en particular, de la defensa de Madrid. Cuenta Elvira Lindo, que para Ilsa Barea “la Telefónica era su vida, identificaba el edificio con su patria”.
Pronto se la conoció como “Ilsa la de la Telefónica” y muchos corresponsales la tenían en alta estima, no solo por su dominio de cuatro lenguas sino también por su experiencia periodística y su mano izquierda como intermediaria entre los españoles y los extranjeros. Sin embargo, sus maneras directas y su independencia política levantaron sospechas, primero entre los anarquistas, más tarde entre los comunistas. Fue sobre todo el nuevo enfoque de la censura, mucho más periodístico que propagandístico, lo que causó los recelos de sus superiores y de algunos dirigentes.
Así, a finales de diciembre fue detenida en Valencia durante una visita a Arturo, acusada de ser una espía trotskista por su amistad con el dirigente socialista austriaco Otto Bauer. En primavera, poco después del nombramiento de Arturo como jefe de la estación de radio republicana EAQ, ambos fueron detenidos de nuevo, a causa de diferentes intrigas contra ellos. En aquellos meses se redactaron varios escritos, a instancias del servicio secreto comunista, acusándoles de colaborar con la quinta columna. también fueron acusados de actos propagandísticos contra el gobierno y de malversación de fondos, imputaciones que podían haberles llevado a prisión o incluso a ser ejecutados.
Sin poder contar con ningún apoyo institucional, en noviembre optaron por alejarse de la capital y refugiarse en la costa, en la playa de San Juan de Alicante. Allí, un buen día aparecieron dos agentes del SIM con la orden de llevarlos a Barcelona. En coche llegaron a la capital catalana donde, para su gran sorpresa, les estaba esperando Leopold Kulcsar, el todavía marido de Ilsa. Había sido él quien les había hecho detener para salvarles del peligro inminente de una “campaña política contra ella”.
Leopold aprobó la nueva relación de Ilsa y aceptó el divorcio. Pero no hizo falta hacerlo efectivo, porque Leopold murió inesperadamente el 28 de enero de 1938 en Praga a causa de una insuficiencia renal aguda. El 17 de febrero Ilsa y Arturo se casaron en Barcelona.
Acabada la Guerra española, ya en el exilio, animado por Ilsa, Arturo se hizo escritor. Tenemos que imaginarnos a ambos, en un cuartucho de un hotel parisino, turnándose para teclear lo que iba transformándose en Telefónica y la primera parte de La forja de un rebelde, que Arturo terminó de redactar en Inglaterra.
Unos años después, el matrimonio se establece en Middle Lodge, cerca de Oxford, y ambos se dedican a escribir y a traducir.
Ilsa era capaz de traducir e interpretar indistintamente cuatro lenguas: alemán, inglés, español e italiano. Y dejó constancia de su experiencia en este campo en varios textos sobre “la ciencia de la interpretación”.
Asombra el don de esta mujer para traducir unas extensas y complejas novelas de un idioma, que no era el suyo, a otro, que tampoco lo era, y siempre con brillantez.
El peso principal para asegurar el sustento de la pareja caía sobre ella. Escribía, a cuatro manos con Arturo, dos libros de temática española, Spain in the Post-War World (España en el mundo de la posguerra) y la biografía Unamuno. Traducía muchas obras de otros autores españoles y también de austriacos al inglés y trabajaba de intérprete en congresos internacionales. Adoptó la nacionalidad inglesa, se afilió al Partido Laborista y salió elegida como concejal de su distrito Faringdon, cerca de Oxford.
La vida no era fácil. Asediados por las deudas, con una carga de trabajo insoportable, arrastraban ambos una mala salud, debido en parte a su carácter de fumadores compulsivos.
El matrimonio fumaba y escribía, sentados frente a frente, en dos escritorios unidos. Los domingos, él se iba al pub del pueblo y ella a pescar lucios. Hay constancia, en cartas de ella, de que no era una convivencia rutinaria. “Lo hermoso era que en nuestro matrimonio nunca faltaba la tensión interna que mantenía el ansia de compenetrarse mutuamente”.
En diciembre de 1957 Arturo Barea falleció de un infarto, consecuencia de un cáncer que no se había descubierto. Su muerte supuso una pérdida irrecuperable para Ilsa. En una carta a su amiga Margaret Weedon, fechada el 25 de diciembre de 1957, el día posterior al fallecimiento de Arturo, Ilsa escribió:
Ese algo que nos había juntado instándonos a que hiciéramos algo de nuestra vida, me ha regalado 21 años en común. Al principio yo había pedido sólo diez años, diez años de plenitud y amor, pero más tarde fui más codiciosa. A menudo, Arturo se burlaba de mi modestia anterior. Como decíamos los dos, nadie me puede quitar lo que he tenido. Ni lo que yo sé que ha tenido él. Es hermoso después de todo. Estoy agradecida.
Se traslada a Londres y retoma su labor periodística para diferentes medios austriacos y colabora a veces con la BBC hablando de literatura, de su experiencia como extranjera en Inglaterra o de la pesca de lucios, su pasión cuando vivía en Middle Lodge.
A partir de los años sesenta, Ilsa pasaba cada vez más tiempo en Austria. Su salud, de por sí débil, empeoró más y más y le impidió seguir trabajando. Sus últimos meses los pasó postrada en la cama hasta que falleció el 1 de enero de 1973. Tenía setenta años de edad. Dicen que los pocos familiares que le habían quedado en Viena tiraron todos los papeles que encontraron en su apartamento.
Uno de los proyectos que dejó inacabados fue la publicación en forma de libro de su novela Telefónica. La novela ya se había publicado en el periódico socialista austriaco Arbeiter-Zeitung, en 70 entregas, entre el 13 de marzo y el 4 de junio de 1949, coincidiendo con el décimo aniversario del final de la Guerra Civil española.
La había empezado once años antes en París y la terminó en Inglaterra, el 31 de marzo de 1939, en vísperas de la derrota definitiva de la República. Pero no llegó a las librerías españolas hasta la primavera de 2019, ochenta años después de ser escrita.
Telefónica es una novela sorprendente. La autora se afana en superar las diferencias políticas de la República en un momento en que todos los implicados luchaban por la hegemonía de su propio partido o sindicato. Se nota la habilidad de la periodista experimentada al trazar las escenas, manejar los diálogos, intercalar los distintos niveles de la historia.
Transcurre en los años 30. Anita Adam, la protagonista, trabaja en el edificio de la Telefónica, pero su historia es el reverso de la reflejada en Las chicas del cable. El glamour que endulza esta serie es polvo, escombros y metralla en la novela.
Dura sólo cuatro días, del 16 al 19 de diciembre de 1936, lo que permite a la autora terminar la novela con una visión esperanzadora: Madrid no ha caído, se está defendiendo, y la prensa del mundo democrático empieza a difundir la verdad sobre los hechos en España. El alter ego de Ilsa Barea, la protagonista de la novela, ha logrado aflojar los reglamentos de la censura.
La novela aborda tres experiencias pioneras de la Guerra Civil Española: la relación entre censura y propaganda moderna, las nuevas formas de ver y ser visto en la época de la política de masas y la disolución de la noción de retaguardia. La autora abordó estos asuntos punteros con una experimentación formal que buscaba romper los límites del rígido corsé de la literatura de compromiso y pedagógica de su época.
Ilsa Barea utiliza en Telefónica un discurso crítico -muy parecido al que realizaría George Orwell en su obra Homenaje a Cataluña- con una izquierda más ocupada en sus luchas internas que en la lucha contra el fascismo.
La novela se titula Telefónica precisamente porque el edificio de la Gran Vía madrileña fue la sede de la prensa extranjera y la censura durante la guerra, ya que los reporteros podían enviar por cable sus crónicas desde allí. Si hoy es visible a gran distancia, en 1936, cuando se había estrenado apenas unos años antes y el skyline de Madrid era notablemente más menudo, su presencia era imponente.
Telefónica es uno de los primeros libros europeos escritos desde la cumbre de un rascacielos. En la Europa de los años 30 los edificios altos aún podían contarse con los dedos de las manos y los escritores apenas habían comenzado a considerar las posibilidades de estas construcciones endiosadas. Telefónica es la constatación del desfalco cultural padecido a causa de la dictadura franquista. Y también muestra del maltrato secular del mercado literario hacia obras firmadas por mujeres hasta muy recientemente.
La figura de Ilsa Barea-Kulcsar, mujer culta, políglota y políticamente comprometida ha vivido simpre e injustamente a la sombra del éxito literario de Arturo Barea.
La recuperación de la figura de Barea no trajo consigo la de Ilsa, cuyo nombre permaneció oculto tras el de su marido. Su papel decisivo como traductora y editora de sus textos ha sido repetidamente obviado, así como su participación en la escritura de ensayos como Lorca, el poeta y su pueblo, que fue publicado reconociendo solamente la autoría de Arturo Barea.
Ilsa Barea-Kulcsar fue una mujer de gran cultura, una periodista que había decidido viajar sola a España sin la compañía de su marido, una joven despreocupada por su imagen que no dudaba en levantar la voz para hacer valer su opinión y criterio. La autora no necesitaba el carné de ningún partido para reafirmar sus convicciones políticas. Quizás, como ella misma confesaría tiempo después, subestimó “el riesgo que conllevaba” su desacato, pero fue fiel a sí misma, pagando por ello.
Todo ello la convirtió en objeto de críticas tanto por parte de hombres como de mujeres.
Como afirma Anna María Iglesia:
Telefónica no solo es importante a nivel literario, es la recuperación de un testimonio incómodo, crítico y en absoluto condescendiente, que se sitúa al margen del relato dominante para cuestionarlo, para señalar sus silencios y sus contradicciones.
Ofrece una nueva lectura de un momento crucial de nuestra historia y nos hace reflexionar sobre cómo se construye el relato histórico y cómo se narra la historia, con qué propósitos y con qué intereses.
Ya es hora de leerla con detenimiento para sopesar qué ofrece tanto en la ficción como en el testimonio de una época.