María Lejárraga

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María de la O Lejárraga fue la mayor de siete hermanos. Bilingüe en español y francés. Traductora de Shakespeare, Ionesco, Sthendal, Sartre, Ibsen… Educada en casa por su madre, era ya maestra cuando conoció a su marido, Gregorio Martínez Sierra. Él no acabó su primer año de Filosofía y Letras. Vivían del sueldo de ella.

 

 

Fue amiga de Juan Ramón Jiménez, con quien funda la revista Helios. De Manuel de Falla, con quien colaboró en El amor brujo, de Valle-Inclán… Pero cambió sus apellidos por los de su marido, negándose su propia identidad, y permitió siempre que él firmara las obras que ella escribía. Su matrimonio se rompe a los cinco años, porque Gregorio la abandona por una actriz con la que tendrá una hija. Pero sigue colaborando con él y escribiendo obras que se atribuyen al empresario.

 

 

Siempre fue vital, moderna, inteligente y feminista, pero la dependencia emocional de su marido la dejó atrapada tras la ruptura. Lo reconoce tarde, en 1948, en la carta a una amiga: “Al recorrer las horas pasadas, siento rabia contra mí misma por las muchísimas horas que he desperdiciado en sufrir por amor. Ahora que lo veo a la clara luz de la ancianidad, veo que no valía la pena”.

 

 

Es verdad que no era vanidosa: “Para mí el encanto está en producir. La exhibición personal me molesta”.

 

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Es verdad que, tampoco, el ambiente de la época ayudaba a la promoción femenina. Pero siguió aceptando la extraña situación tras el engaño del marido, quizá porque sabía que en la escritura él dependía totalmente de ella. O porque era una manera de mantener la relación que los unía intelectualmente. O, también, para mantener la autoestima, como afirma la investigadora O’Connor.

 

 

A pesar de estar separados hacía años, ella preparaba en París el estreno de Don Juan de España por la compañía de Gregorio. En una carta desde el hotel le dice a su todavía marido: “Me iré allí desde el 15 por la noche: escríbeme allí pero a nombre de Martínez Sierra, porque es el nombre que he dado. Me falta “el último momento” de Don Juan. Mañana lo haré. Ha refrescado bastante el tiempo. Tenlo en cuenta al traer la ropa.”

 

 

La llegada de la II República la liberó, al igual que a tantas otras mujeres. Suelta lastre y empieza a volar sola. Ya había formado parte del Lyceum Club con Victoria Kent y Zenobia Camprubí. Ahora, funda la asociación feminista La Cívica, en la que pretende acercar la cultura a mujeres de clase trabajadora. Sus personajes femeninos en el teatro ya preludiaban estas inquietudes feministas, pero siempre las había reprimido por su marido que era quien las firmaba. Siempre por él.

 

 

Así lo afirma en una entrevista de 1931. Ya han pasado veintidós años tras la separación: “Mi mayor tortura al escribir ha sido hacerlo sin claudicaciones y sin comprometer a quien más quiero en el mundo, que es el que había de firmarlo”.

 

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Su acción se centra, ahora, en la labor social y política. Ingresa en el Partido Socialista y es la primera mujer diputada por Granada. Defiende, con Clara Campoamor, el voto femenino frente a Victoria Kent y Margarita Nelken. Es presidenta del Comité de Mujeres contra el Fascismo.

 

 

Su labor como conferenciante y activista social es frenética. Merece la pena leer con detenimiento uno de sus textos sobre la situación de España que podría haber sido escrito hoy:

 

 

“La situación de España, como la situación de todo el mundo, es realmente temerosa. El sistema capitalista, la economía del siglo, se derrumba… Hay en el mundo millones de seres humanos que no pueden satisfacer las necesidades más importantes de su vida. Y esto ¿tal vez es porque la humanidad se ha multiplicado más que los medios de la vida? De ningún modo. La humanidad tiene medios de producir tan eficientes que existe una superabundancia de productos. Hay demasiado de todo, pero lo producido se halla acumulado, cerrado en un solo almacén, del que se ha perdido la llave. El que abre este almacén es el dinero. El dinero se gana trabajando. Pero como hay más productos que necesidades no hace falta que todos trabajen. Hay parados. Y el que está parado no compra ni consume. El que tiene dinero, el privilegiado, puede usar de todos los bienes necesarios. El resto de la humanidad, la mayoría, carece absolutamente de lo necesario para poder vivir…”

 

 

Esta perspicacia en el análisis de María Lejárraga no es producto de la casualidad, sino exponente de una mujer inteligente y culta, además de preocupada por los problemas de su tiempo.

 

 

La Guerra Civil la encontró en Suiza como agregada cultural. Nunca volvió a España. Enferma, desanimada y triste, siguió siempre escribiendo y manteniendo correspondencia, con una generosidad afectuosa que la honra -sin rencores ni recelos- con el hombre por quien anuló en parte su personalidad y su vida.

 

 

Esta es una de las últimas cartas que le escribió en 1946. Gregorio y su amante, Catalina Bárcenas, estaban pasando apuros en Buenos Aires. María daba conferencias en Londres: “Ahora, me voy, antes de volver a Niza, a pasar una semana en Bélgica en casa de unos amigos que me quieren mucho: cambio de ambiente, porque estos no son intelectuales sino compañeros socialistas, obreros retirados, él de ferrocarriles y ella costurera. Luego, vuelta a Niza ¡ay! Francia no me gusta nada, la verdad sea dicha: está podrida de política y nuestra emigración allí no es nada interesante. En cuanto gane dinero, me marcharé a Suiza. ¿Cómo estás de salud? Muchísimos abrazos.”

 

 

Los manuales de teatro y las enciclopedias siguen atribuyendo a su marido las obras que ella escribió, como Canción de cuna llevada al cine por Jose Luis Garci en los años 90. En el cartel sigue apareciendo su marido como el autor de la obra en la que se basa la película.

 

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O despachando con palabras ofensivas su producción “en comandita” con su esposo. O cosas peores… Incluso algunas investigadoras actuales se basan en las cartas que escribió a Martínez Sierradesde el exilio para negar que estuviera en la sombra y suavizar la injusticia de su situación.

 

 

Pero no creo que esta historia fuera de amor sino de trampa emocional. El fruto de una sociedad patriarcal que sigue pensando que las mujeres necesitan la tutela del varón. Si son válidas, lo son detrás siempre de ellos, claro.

 

 

La cordialidad y ausencia de recelos de María sólo indica, a mi parecer, grandeza de alma. No hay respeto mutuo, como se ha escrito. Martínez Sierra nunca la reivindicó en público. Ella sí lo respetaba. Sólo tras la muerte de él, María reveló en un libro, Gregorio y yo, la verdad sobre la autoría de sus obras: “Ahora, anciana y sola, véome obligada a proclamar mi maternidad [la de sus obras] para poder cobrar mis derechos de autora”.

 

 

El libro se lo dedica a él y dice: “A la sombra que acaso habrá venido -como tantas veces cuando tenía cuerpo y ojos con que mirar- a inclinarse sobre mi hombro para ver lo que yo iba escribiendo”.

 

 

La sombra de Gregorio era todavía alargada.

 

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